domingo, 9 de agosto de 2009

Domingo XIX durante el año

Primera Lectura:
Lectura del primer libro de los Reyes (19,4-8)
Salmo:
Sal 33, 2-3. 4-5. 6-7. 8-9 R./ Gusten y vean qué bueno es el Señor.
Segunda Lectura:
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios (4,30–5,2)
Evangelio:
Lectura del santo evangelio según san Juan (6,41-51)


Comentario

Todo empezó con Jesús invitando a la gente a comer, haciéndolos partícipes de un banquete y saciando su hambre. ¿Podía criticar alguien a Jesús por eso? Nada de eso. Todos se sintieron contentos. Los que comieron porque tenían el estómago lleno. Y los que mantenían al pueblo en la pobreza, los que lo oprimían, porque habían encontrado a uno que satisfacía las necesidades del pueblo, que en principio no daba problemas. Se sentían contentos porque la gente cuando tiene hambre puede llegar a sentir rabia, puede llegar a darse cuenta de la injusticia a la que está sometida y puede intentar protestar. Eso nunca es bueno porque altera el orden social, el orden legalmente establecido.
Pero la cosa no terminó ahí. Los estómagos saciados querían más. El hambre es una necesidad que no se sacia definitivamente nunca. El estómago se vacía y quiere volver a saciarse. Por eso la gente siguió a Jesús. Querían más. Pero Jesús, en lugar de alimentarlos, los provoca. Tienen que buscar el pan que da la verdadera vida. No basta con el pan material. Es necesario el pan de la fraternidad, de la justicia. Y en ese momento los poderosos, los guardianes del orden social, de la ley establecida por ellos mismos y para su provecho, se comenzaron a poner nerviosos. Aquel Jesús era mucho más peligroso de lo que aparecía a primera vista.
Esa es la razón por la que aparecen en el Evangelio de Juan unos personajes nuevos: los judíos. ¿No eran judíos todos los que seguían a Jesús y Jesús mismo? Ciertamente, pero Juan en su Evangelio personifica bajo ese nombre a los que se oponen a Jesús y su mensaje. Los judíos son los que no pueden creer que Jesús sea el “pan bajado del cielo”, el que lleva a los hombres y mujeres por caminos nuevos de libertad, de justicia y fraternidad. Ni desean que existan esos caminos –todo debe ser como ellos dicen que siempre ha sido, como ellos dicen que dice la tradición, como ellos dicen que dice la ley– ni creen que puedan existir.
Ellos conocen a Jesús, conocen a su familia, a su padre, a su madre. No es posible que haya nada “bajado del cielo” en ese origen. Y en ningún caso puede venir del cielo un mensaje como el de Jesús que promete vida, libertad, justicia, que promete la salvación para todos. Pero Jesús insiste. Él es el mensajero y el mensaje del Padre. Él es el pan que da la verdadera vida. Él trae la vida al mundo. Como el ángel del Señor alimentó a Elías en su camino al Horeb, Jesús se hace alimento para que lleguemos a nuestra propia plenitud, que es la mejor forma de dar gloria a Dios.
El choque es inevitable. Jesús y los “judíos” se mueven a niveles diferentes. Jesús invita a los que le siguen a crecer, a levantarse, a ser libres, a vivir. Los “judíos” no quieren moverse de donde están. Y piensan que Dios lo quiere así. No hay posibilidad de encuentro. Sólo sería posible dando el salto de la fe.
Al final, sólo cabe el testimonio limpio de los que viven en el nuevo orden de cosas instaurado por Jesús, de los que se han levantado y han comenzado su personal camino hacia el Horeb, hacia el encuentro con el Dios de la libertad y de la justicia, del amor y de la paz. Ahí se entienden fácilmente los consejos de Pablo en la segunda lectura.
Los que siguen a Jesús no viven amargados sino que están dominados por la bondad, la comprensión, la paciencia. Irradian a su alrededor el buen olor de Cristo y hacen de su vida una eucaristía. Comulgan el cuerpo de Cristo y lo reparten transformado en vida, en amor, en compromiso por la justicia, a todos los que se encuentran en su camino. Y, de paso, se cambia lo que haya que cambiar, para que todos los hombres y mujeres vivan, y vivan en libertad y en plenitud.

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